Por Josep A. Borrell, Periodista e historiador.
La gran
mayoría de los griegos no lo saben. Los españoles tampoco. Pero la Acrópolis de
Atenas está muy ligada a nuestro país como bien recuerda una placa de mármol
situada en la Puerta Beulé, a los pies de los Propileos, en un escrito
redactado en cuatro idiomas (catalán, castellano, inglés y griego). Allí se
cuenta que fue un monarca catalano-aragonés, Pedro IV “el ceremonioso”, el que
dictó el primer decreto que protegía el espacio más sagrado de Grecia. En el
edicto, firmado en Lleida el 11 de septiembre de 1380, reconocía que el
Partenón era “la más rica joya del mundo” y que por ello debía disponer de una
protección permanente.
Así es,
a pesar de no ser muy conocido, durante la Edad Media la ciudad de Atenas, la
región del Ática, la Beocia y el sur de la isla de Eubea estuvieron bajo la tutela
de la Corona de Aragón (en concreto desde 1311 hasta 1390), y por ello, aunque
sea solo a nivel simbólico, el rey de España aún conserva en su larga lista de
títulos nobiliarios la potestad de duque de Atenas. La placa, promovida por el
Instituto Cervantes e inaugurada por su majestad la reina de España, Sofía de
Grecia, el 23 de marzo de 2011, supone uno de los pocos recuerdos que quedan en
la capital griega sobre este periodo.
Obviamente,
la grandeza y el simbolismo de la Acrópolis va mucho más allá de este episodio.
Pero sin duda es un buen relato que nos acerca aún más uno de los monumentos
más significativos de la historia de la humanidad. La Acrópolis de Atenas está
vinculada a los orígenes de la filosofía, la democracia y las matemáticas. Su
imagen es pura historia del arte, y su gloria es también la de un pueblo que
lleva reconociéndose como tal más de cinco mil años de historia, una circunstancia
que muy pocos pueden lucir con orgullo.
En
cualquier caso, y por encima de todo, la Acrópolis de la capital de Grecia es
el mayor símbolo del Clasicismo, de la Antigüedad, de la historia del Mediterráneo
y de un mundo que sentó las bases de la civilización occidental. Por ello es
mundialmente famosa y atrae cada año a cerca de trece millones de visitantes.
Está considerada, por supuesto, patrimonio de la humanidad desde 1987, y es,
sin duda, el principal argumento de Atenas
La reina de Atenas
Pese a la gloria pasada, la sombra de la Acrópolis acosa aún hoy las 24
horas del día a los atenienses. No son circunstancias de una farragosa herencia
de los antepasados. Lo cierto es que en Atenas, y desde cualquier punto de la
ciudad, solo basta levantar la cabeza visiblemente para contemplar la
Acrópolis. Y decimos que persigue a los atenienses constantemente porque
incluso durante la noche “la roca”, como a menudo es llamado este monte sagrado
del ayer, emana su propia luz: emerge de la oscuridad gracias a un proyecto de
iluminación ideado por el cineasta Michael Cacoyannis (1922-2011), director de la célebre Zorba el
griego con Anthony Quinn o Las troyanas (1971) con Katherine
Hepburn, Vanessa Redgrave e Irene Papas.
La Acrópolis siempre está allí. Llegar, por tanto, a la Acrópolis resulta
fácil. Se puede acceder a ella desde el barrio de la Plaka, en su lado Norte y
Este, en una ascensión relativamente rápida pero que presenta un cierto desnivel. Sin
embargo, el acceso mayoritario se produce desde su lado Sur. Allí se encuentra
la parada de metro Akropolis y una zona de aparcamientos para autobuses. Así,
tras cruzarse la calle Makriggiani, se accede al paseo peatonal y empedrado de
Dionisos Areopagita que permite el acceso directo a la entrada principal del recinto.
Eso sí, tras dejar a mano izquierda el nuevo museo de la Acrópolis,
y la embajada de España en Grecia (la legación diplomática mejor situada en
Atenas) y contemplarse a mano derecha el teatro de Dionisos, el pórtico de
Eumenes y el odeón de Herodes Ático. Cualquiera que sea la opción, la mejor
recomendación es hacerlo a primera hora de la mañana (la Acrópolis se abre a las 8) si se quiere disfrutar del
lugar con cierto desasosiego y captar la energía que ilumina su historia.
La voz griega acropolis designa la parte más alta que tenía
cualquier núcleo urbano de la antigua Grecia. Procedía de los vocablos “acros”
(en lo alto) y “polis” (ciudad),y normalmente surgía como un emplazamiento cuya
función era defender militarmente las polis, aunque en algunos casos acabó
disfrutando también de una función simbólica y religiosa. Se situaba en la cima
de una colina y a su falda crecía la ciudad que la había erigido. Las acrópolis
más conocidas de Grecia son las de Argos, Tebas, Corinto y, cómo no, la de
Atenas. Aunque hay muchas más.
En concreto, la de la capital de Grecia se sitúa sobre una colina a 156
metros sobre el nivel del mar, que presidía (y sigue haciéndolo) una llanura
regada por los ríos Cefiso (Kifisós) e Iliso (Illisós) muy cercana al mar Egeo.
Esa acrópolis no se ubicaba sobre la única colina de la zona, pues en la
llanura ateniense se situaban otras alturas y cerros como Filoppappos, Licabeto,
Tourkovounia, Arditós, Strefi, Ninfeón o Mouseión. No creció en la cima más
alta (el Licabeto llega a los 299 metros de altitud), pero sí sobre la que presentaba
una orografía más escarpada.
La colina donde creció la Acrópolis de Atenas contaba con diversas fuentes
de agua naturales y algunas cuevas en sus laderas, y hay indicios que ya fue
ocupada hace más de cinco mil años. El gran protector del recinto era Atenea,
la diosa de la sabiduría, las artes y la destreza. Según cuenta el mito, tanto Poseidón,
el dios de los mares, como Atenea compitieron por el señorío de la colina y el
consiguiente respeto de los atenienses. Poseidón intentó impresionar a los habitantes
de la polis plantando su tridente en la roca y provocando una gran fuente de
agua salada; Atenea, más lista, hizo brotar, en cambio, un olivo, cuyo fruto servía
tanto para alimentarse, como para sanar las heridas y hacer lumbre, con lo que
sedujo a los atenienses. Éstos, en reconocimiento y gratitud a la diosa, le erigieron
un templo que fue el primer antecedente del actual Partenón, y propagaron el
cultivo del olivo.
Un lugar que no siempre fue así
Una vez arriba, las vistas desde la Acrópolis son fascinantes. Además de
apreciarse la inmensidad de un área metropolitana que acoge a más de cinco
millones de personas y que se hace infinita en el horizonte, aquí es posible
discernir algunos de los espacios más míticos de la capital griega: el estadio
Panathinaikó, donde se celebraron los primeros Juegos Olímpicos de la era
moderna, en 1896; la plaza Sintagma, eje de la vida política de Grecia; el
barrio histórico de Plaka (la única Atenas que existía cuando Grecia accedió a
la independencia); la colina de Pnyx, lugar de cita de las asambleas en la
época clásica, etc.
Acrópolis adentro, la cima de esta atalaya huele también a historia, y a
muchas obras, porque desde hace ya más de una década toda el área monumental está
inmersa en un gigantesco proyecto de restauración que pasa por una interminable
excavación arqueológica, una rehabilitación monumental y la adecuación
turística de la zona. El proyecto incluye la sustitución de algunas piezas
originales por copias para defender los monumentos de la lluvia ácida, la liberación
de la zona de todo aquel material arqueológico que no proceda de la época
Clásica y el cambio de las viejas armaduras de hierro por titanio.
Y es que hay que tener claro que la Acrópolis no es solo el Partenón, a
pesar de ser éste su gran icono. Durante varios miles de años, la Acrópolis fue
un lugar de defensa militar y de culto para los atenienses, por lo que los
diversos monumentos que la componen han sufrido los terribles vaivenes de la
historia.
La montaña sagrada no siempre fue así y ha vivido en sus carnes el horror
de los hombres. Por ejemplo, hace unos 2.500 años, la Acrópolis fue destruida
por completo por las tropas del ejército persa, en el marco de la Segunda
Guerra Médica. Por eso, tras la victoria griega en Salamina y la liberación de
la ciudad, un político local llamado Pericles, aprovechando que el recinto era pura
ruina, propuso erigir algo nuevo, una ciudad sacra no vista hasta entonces.
Erase una vez el sueño de Pericles
La nueva Acrópolis que imaginó Pericles, con la mano diestra de un gran
artista como fue Fidias, tenía uno de sus principales atractivos en un
magnífico templo dórico de mármol llamado el Partenón (la residencia de las
“vírgenes” o “las jóvenes”), que sustituía al primigenio templo dedicado a
Atenea.
Su función era albergar una estatua de oro y marfil de la diosa Atenea
Parthenos (Atenea la “virgen”) de 12 metros de altura, esculpida por Fidias. El
templo tenía unas proporciones matemáticas perfectas, y por ello los
arquitectos alteraron voluntariamente ciertos elementos arquitectónicos del
edificio para que no se produjera una deformación visual, y para que fuera
admirado desde cualquier punto de Atenas. Sería el centro de atención de la
nueva Acrópolis y una fabulosa festividad religiosa anual (las panatinaicas, a
mediados de verano) debía rendirle tributo.
El segundo gran elemento del recinto era su lado Oeste, donde se situaba la
entrada monumental al recinto: la Puerta Boulé y los Propileos. Allí se
encontraba la Pinacoteca, una sala que debía acoger obras de arte; un pequeño
templo dedicado a Artemisa, en el que se guardaba una copia de un caballo de
bronce que recordaba el mito de Troya; el Eleusinion, un espacio de culto dedicado
a Demeter, la diosa de la tierra; otro templo jónico dedicado en esta ocasión a
Atenea Niké (“Atenea la victoriosa”), que debía recordar la victoria de los
griegos sobre los persas, y finalmente la Calcoteca destinada a guardar las ofrendas
dadas por los fieles a la diosa Atenea.
La tercera gran área de la Acrópolis, en el lado Norte, reunía espacios de
culto que recordaban las raíces de los atenienses: el Erecteión, en memoria del
primer rey de Atenas y que alojaba una tribuna sostenida por seis cariátides
–las mujeres de Caria, esclavizadas como castigo por haber apoyado a los persas–;
el Pandrosio, un santuario en honor a la hija de Cécrope, Pandrosos, que acogía
el olivo que regaló Atenea (el que hay se replantó en 1917), y finalmente el
Arreforión, donde vivían las arreforas, unas jóvenes consagradas al culto a
Atenea.
La cuarta gran área, en la zona Este, se
agrupaba en torno el santuario a Zeus, donde se realizaban los sacrificios de
bueyes a finales de primavera, en honor a los dioses del Olimpo; un altar
dedicado a Atenea, y un santuario llamado Pandión, en recuerdo de Pandionis,
uno de los héroes de las primeras tribus áticas que se asentaron en la llanura
ateniense. Finalmente, en la ladera Sur y abandonando ya el recinto, se situaba
el área más lúdica de Atenas: el teatro de Dionisos, el más grande de la Grecia
antigua donde se representaron por primera vez las obras de Sófocles o
Eurípides; el Odeón de Pericles, donde se realizaban las audiciones musicales;
el Asclepeión, o santuario dedicado al dios de la medicina.
Las cosas de los hombres
La Acrópolis de Atenas lució durante varios
siglos el sueño proyectado por Pericles, y a él se sumaron con el paso del
tiempo otros muchos monumentos. La vanidad humana tiene estas cosas. Así, se levantó
un nuevo odeón que promovió el cónsul Herodes Ático, aún en uso; la Estoa de
Eumenes promovida por un rey de Pérgamo; el templo circular dedicado a Roma que
erigió el emperador Augusto; la reforma de la rampa de acceso en los Propileos
que se levantó en tiempos del emperador Claudio; una fortificación de los
Propileos con varias torres de grandes dimensiones que impulsó otro emperador romano,
Septimio Severo, etc.
Los últimos cambios importantes del recinto
vinieron ya con la Edad Media, cuando el Partenón pasó a ser una iglesia
cristiana dedicada a Santa María, bien cierto aunque pueda sorprender, y el
área de los Propileos, donde se erigió el palacio de los duques de Atenas. Luego,
durante la dominación otomana, fue también harén, cárcel, arsenal y
acuartelamiento militar, lo que afectó gravemente a la estructura del recinto. La
vida de los grandes monumentos está repleta de circunstancias incomprensibles a
ojos contemporáneos.
Desde el pasado 2009 Atenas y la Acrópolis cuentan con
otra estrella en su firmamento: el nuevo museo de la Acrópolis, un moderno
equipamiento que explica al visitante la montaña sagrada de los atenienses y
que pretende reunir todas las piezas de la Acrópolis que existen en el mundo.
Reliquias que fueron saqueadas y esparcidas a lo largo de los siglos como las
que el British Museum atesora, por ejemplo (la mayor parte del famoso friso de
mármol del Partenón).
El museo está ubicado a escasos trescientos metros de la
misma Acrópolis, a los pies del Partenón, y ha sido creado por el arquitecto
suizo Bernard Tschumi, quien ha ideado un magnífico edificio que impresiona por
su geometría y por sus interminables paredes de cristal, hierro, mármol y
cemento. No obstante, el equipamiento no es solo una sala de espera donde acoger
las piezas del British Museum algún día. En el museo se puede seguir el camino
que hizo posible la perfección que alcanzó Fidias en la época de Pericles, y se
exhiben 355 piezas trasladadas desde la colina sagrada y unas 4.500 que estaban
almacenadas. En total, un gran testimonio del pasado que incluye en algunos
casos objetos con más de 3.000 años de historia.
Las reglas por las que circula la historia son
múltiples, y de ellas no se libra ni tan siquiera “la más rica joya del mundo”.
He ahí su grandeza, y también nuestra miseria. A saber lo que maldecirán sobre nosotros
nuestros descendientes de aquí a unos dos mil quinientos años. Confiemos, eso
sí, en que para entonces al menos la Acrópolis siga en pie.
Autor: Josep A. Borrell, Periodista e historiador para www.greciainfo.com